«Vivir para uno mismo» es una frase que espanta a muchos. Las consecuencias son bien conocidas: el vicio, la depravación y la degradación. Es decir, echar a perder la vida... Pero un día me di cuenta de que mi vida a menudo ya no me pertenecía. Que tenía demasiados «debo» y pocos «quiero». Mis responsabilidades aplastaban mis sueños como una lámina de piedra y yo aún le intentaba encontrar una justificación.
Así que decidí decir ¡basta! Me harté de convertir mi alma y mi vida en un basurero para los desechos radioactivos. Me harté de explicar tímidamente cómo me atrevía a poner mis intereses por encima de los intereses de los demás. Ya era hora de vivir para mí. Eligir alegría en lugar de autohipnosis. Vivir por amor, no por exigencia.
De esta forma empezó un año de mi vida indignante y asocial a modo de egoísmo sano. «Sano» o, mejor dicho, «sensato», es una clarificación gracias a la cual los demás no me tomaban por una rebelde ni por una perturbadora de la paz. Porque muchos están seguros de que primero tienes que sufrir y luego, si es que aún tienes fuerzas y salud, vivir para ti; no hay problema.
Pero yo empecé sin demoras.
Al principio tenía miedo. Ideológicamente me faltaban motivos, todo se basaba en una vaga pero fuerte determinación que así era mejor. Me sentía como si fuera a emprender un viaje alrededor del mundo en una banana inflable. No sabía si podía luchar contra un montón de «deberes» o esperanzas y proyecciones ajenas. No quería convertirme en una marginada etiquetada como «egoísta». Pero me daba cuenta de que era el único camino hacia la libertad.
Para los demás mi plan contenía una insolencia inimaginable. Porque salí fuera del juego que tenía prohibido defender el derecho para la vida propia. Dejé de pedir disculpas por mis deseos y planes, justificarme y sentirme culpable por ser feliz, tranquila y ser dueña de mi tiempo.
Lo primero que hice fue cerrar el grifo a través del cual mi vida se llenaba de quejas, monólogos penosos, lloriqueos y discursos de odio. Quiero mucho a mis parientes, adoro a mis amigas, valoro a mis compañeros de trabajo y respeto a mis vecinos de la tercera edad. Pero esto no significa que sus confesiones que duran horas, al estilo de «qué horrible es la vida», «todos están mal y yo soy la única persona coherente» o «imagínate, ese imbécil no me ha vuelto a llamar», deben ser parte de mi vida. Quité de mi puerta el anuncio «Donador energético. Consultas 24 horas al día». Y esto fue tomado como un acto de desobendiencia social. «¿Cómo? ¿No te interesan los detalles de la vida personal ajena, enfermedades, depresiones o planes para conquistar el mundo? ¿No quieres escuchar el disco rallado de tu amiga acerca de su corazón roto (en la enésima ocasión)?. ¡Bruja! ¡Hay que quemarla!».
Cuando suavemente pero con mucha determinación cortaba los intentos de quejarse con las palabras: «Creo que este tema no es agradable ni para ti, ni para mí. ¿Por qué mejor no me cuentas de...?», sentía cómo se me paraba el corazón de miedo. Creía que ahora seguirían ofensas y acusaciones. Pero, asombrosamente, mi disponibilidad para escuchar cosas buenas era una señal para recordar lo bueno y empezar a hablar de ello. Y, lo más importante, esto me liberó también a mí de la costumbre de quejarme. Porque al negarme a escuchar historias deprimentes, tampoco tenía ganas de narrarlas yo.
Sí, te estoy diciendo que «no»
Luego empezó la parte más difícil. Empezar a utilizar la extraña e indignante palabra «no». Por lo general, le decía que sí a cualquier petición emotiva. Mi timidez reforzada con el miedo de ofender me manipulaba por completo. Me sentía mal al destruir la imagen que había creado ante los ojos de los demás. Pero en cuanto un primer «no» serio saliera de mi boca, ya no me podía detener. Mis conocidos quedaban tan asombrados como si me hubiera tragado a un conejo vivo enfrente de ellos.
Siempre soñaba con hacer mil cosas que me gustaban pero terminaba dedicando mi tiempo voluntariamente a los demás. Sustituía a mis compañeros de trabajo, llevaba de compras a algunos parientes de otra ciudad, cuidaba de los hijos de mis amigas fiesteras mientras aquellas se marinaban en los spa, regaba plantas y paseaba a sus perros. De un niño mandadero fácilmente puedes crecer a ser esclavo profesional. Pero le dije «no» a esta llamativa carrera.
Con el tiempo aprendí a separar los granos de la paja y entender cuál petición de ayuda es real y cuál es una simple manipulación y parasitismo. Un «no» justo se convirtió para mí en una base que no me debaja engatusar ni olvidarme de mí misma.
La afirmación «nadie le debe nada a nadie» suena bien pero en la vida real casi no aplica. Rechazar el papel del endeudado eterno obligado a consentir y rendirse no fue tan difícil como dejar de exigir y violar el derecho a la voluntad libre de otras personas. Cada vez que me daba cuenta de que quería dominar la vida de alguien más, me detenía de inmediato.
Mis relaciones también estaban endeudadas. Se extinguían por los reproches mutuos «yo te lo doy todo y tú a mí, nada». Porque las expectativas y las exigencias pueden asesinar tanto el amor como la amistad. Solucioné este problema como en las matemáticas. Acepté las condiciones como indiscutibles y suficientes. Dejé de suplicar regalitos para mi ego y sentirme enojada porque mi novio no jugaba por el guión que inventé. Un día salí al campo de batalla de nuestros egos como un enviado de tregua. Estuvimos toda la noche hablando, bebimos tres litros de café, con toda la sinceridad discutimos acerca de todo y firmamos un acuerdo de tener derechos a ser lo que somos. Simplemente escapamos del escenario del drama eterno hacia la libertad.
Ahora en cuanto me empiezo a sentir ofendida porque alguien no me prestó la atención que yo esperaba o no cumplió con mi petición, repito como un mantra: «Todos somos libres».
El deseo de ser aceptado y el miedo a ser rechazado son dos cosas muy engañosas. Toda la vida me estuve llenando de amigos y conocidos como si fuera una especie de protección contra el frío de la soledad. Y de pronto sentí que apenas podía respirar. Me estaban sofocando, no me dejaban moverme. Y no sabía cómo deshacerme de ellos porque todos eran adorables y buenos. Pero un egoísta sensato no se esconde detrás de la espalda de un sinnúmero de medio-amigos. Cuando me preguntan «¿cuántos amigos tengo en el Facebook?», sin ningún tipo de remordimiento respondo: «Dos». Sé el mejor amigo de ti mismo. Vuélvete una persona interesante, inspiradora, útil. Porque en sí, todos estamos solos. Pero el asunto se vuelve aún peor cuando no te tienes ni siquiera a ti mismo.
Para decir la verdad, empezando mi año «egocéntrico» me estaba preparando para estar sola tanto en la red como en la realidad. Los suspiros despectivos «egoíssssta» significaban que la gente no me comprendía. Me alejaba de ellos más y más, y la vida acostumbrada parecía desierta y espaciosa. Sin embargo, a la naturaleza no le gusta el vacío. Muy pronto mi micromundo se llenó de los asuntos y las personas a las que con gusto les empecé a regalar mi nueva esencia, que tanto trabajo me costó encontrar.
No me duele regalar el tiempo rescatado de las obligaciones inútiles y relaciones parasitarias, a aquellas personas que realmente lo necesitan. Porque no es ninguna obra de caridad. También es egoísmo. Porque lo hago primero para mí y para mi alma.Sospecho que un egoísta sensato con el tiempo se convierte en un humanista sensato. Y yo estoy apenas en el inicio de esta evolución, pero al menos ya se me cayó la cola.